28 noviembre 2006

El patio de mi casa.

En sus ojos aprendí que no supe nunca como decirlo, ni a escondidas siquiera. El reloj jugaba desde entonces en contra. Cada minuto sin decirlo era un pecado mortal y la cosa voló lejos, como con las bombas. Cada vez que me levanto y pienso que me va bien, intento hacer fuerza para que a usted también le vaya bien. Cada vez que veo un horror, rezo por evitárselo. Pero créame que esa fea explosión no supe cómo evitarla. Fui idiota por intentar que no se saliera el champagne a borbotones tras patearlo por el suelo con un sólo dedo de mis sucias manos. Además puse perdida la alfombra de leopardo, como cada més de octubre. ¡Qué desastre!

Ahora estamos en una extraña primavera a finales de noviembre. El sol está naranja por las mañanas. Las estaciones están repletas de jóvenes y de inmigrantes. También algún encorbatado que otro y tremendas personalidades que arrasan estilo a los ojos de los vigilantes de seguridad. También hay gente con aire de nobleza, o de gran pesar, o de ilusión, o temerosos ante el reencuentro. Últimamente nos hemos sentido un poco así, jóvenes, inmigrantes, encorbatados, personalmente estilosos, seguros, nobles, apesadumbrados, ilusionados y temerosos ante los reencuentros con nosotros y con otras personas. El patio de mi casa es particular, la lluvia no funciona y está condenado a amar.

16 noviembre 2006

Los hombres rotos.

A los hombres rotos les corresponde el dudoso honor de ser reparados en un limbo lejano de la concepción benevolente que la tradición cristiana ha otorgado al neutro y mediocre lugar. Cuando ven escapar lo que les rompe, escuchan canciones de pianos, violines e imposibilidades varias, lo cual no contribuye en absoluto a mejorar su situación.
Se siente entonces que están las típicas raíces que salen del suelo y que le cogen al hombre roto por los tobillos, enredándose en sus huellas, y en sus pasos, y en su alma de uno mismo y toda esa mierda, pero yo creo haber llegado a la conclusión de que no me interesa en absoluto el maravilloso mundo de los vegetales trepadores. Así pues, nos ponemos ojeras de asno y sólo miramos hacia delante, o hacia arriba, o hacia abajo, pero miramos. Nos centramos en mirar hacia el punto de chequeo más cercano y a correr, o debiéramos al menos. Lo que parece estar claro es que el duende no va a morir, y más aún, que estamos condenados a amar y a rompernos, sin posibilidad de decisión, condenados a amar hasta morir. Sin embargo, lo que ocurre es que cuando se está en el limbo de los hombres rotos se ama el naranja del amanecer de la víspera de la tormenta, o el reflejo del sol en lo alto de aquel ático, pero no se está preparado para amar personas. De hecho, no sé si tu podrás seguir creyendo en el amor eterno y fiel entre dos pero es un concepto que a los hombres rotos como yo nos queda un poco lejos, aún.
De otro lado estarán los cruces de caminos que ocurren cuando el de uno mismo cruza errante cuatro carriles a la izquierda sin mirar por el retrovisor y en hora punta, o tal vez nos convirtamos en ladrones de polvos que repiten siempre la misma canción, o tal vez encontremos o reencontremos a personas que brillan, o tal vez sigamos afectados de isolación como hasta ahora. Lo cierto es que los hombres rotos viven en la incertidumbre inestable de saberse noche tras noche sobrios, solos y pensantes.